Un psicópata viola y asesina a una niña de seis años.
Una pareja de novios, ocupantes de una cabina de una atracción de feria, mueren al soltarse ésta de su sujeción e impactar con el suelo.
Tres jóvenes que regresaban de un botellón a las seis de la mañana se estrellan con su coche y mueren en el acto.
Una mujer es acuchillada por su ex-marido, sobre el que había una orden de alejamiento.
Casos éstos o similares, cada vez más frecuentes, cuya enumeración en los noticieros suele acabar con la fórmula: "El Ayuntamiento ha decretado tres días de luto oficial". A diario en cualquier ciudad mueren decenas de personas a las que sólo sus familias y amigos les guardan luto. No sé por qué motivo ni desde cuándo se ha impuesto la idea de que si la muerte se produce en trágicas circunstancias (y cuál no lo es) el luto debe tener carácter oficial. La consecuencia es la devaluación de esta solemnidad cívica, que debería estar reservada para catástrofes con un elevado número de víctimas (inundaciones, terremotos) o para cuando fallezca una alta autoridad. Como un ex-presidente de Gobierno. Total, tampoco hay tantos.
1 comentario:
Hay otra curiosa contradicción en esto del luto oficial, producto quizás de nuestra compleja y no asumida posición ante el punto final de nuestras vidas.
¿Hay más razones para el luto en la muerte violenta de una chica anónima de doce años, o en la de un señor presidente que muere a los 82, tras una vida plenamente desarrollada y exitosa? A mi parecer, lo primero debería llevarnos al dolor, el luto y la reflexión; lo segundo, a una alegre y respetuosa fiesta de la vida, en la que se homenajeara contenidamente al protagonista y a sus allegados y se les agradeciera la labor realizada.
El luto es duelo; lo demás es convención, formas sociales, homenaje... lo que se quiera, pero quizás deberíamos separarlo. Pero ambos merecen símbolos, como las banderas arriadas, porque los ritos son importantes.
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