Recordaban el otro día en la radio el trágico suceso de Mayerling, en el que fallecieron, suicidados o más probablemente asesinados, el archiduque Rodolfo, heredero del Imperio Austrohúngaro, y su amante, allá por los finales del siglo XIX. Y aprovechaban, como suele ser costumbre en tales casos, para hablar de la misteriosa maldición de los Habsburgo, muchos de cuyos miembros murieron en trágicas circunstancias en los dos últimos siglos. Y, como no podía ser de otro modo, relacionaban esta maldición con la de otra familia imperial, los Romanov, también marcada por la enfermedad y las muertes violentas.
Enfermedad y violencia, las dos causas de muerte más populares en los dos últimos siglos, y no sólo entre las familias imperiales; también entre los plebeyos, quienes con tal de imitar a sus señores adoptaban hasta sus causas de fallecimiento. Pero eso no quita para que se siga hablando de la maldición de las casas de Habsburgo y Romanov, aunque seguro que para los supervivientes la principal maldición sea la pérdida de sus respectivos imperios. Porque al evocar maldiciones no se suele recordar que estas familias eran dueñas de más de media Europa y gran parte de Asia, y mantenían esclavizados a pueblos enteros bajo su cetro. Y que los habitantes de sus respectivos imperios no gozaban de ninguna de las libertades que ahora nos parecen imprescindibles. Y que después de tantas generaciones de matrimonios cosanguíneos lo normal es que las enfermedades hereditarias acaben debilitando la estirpe (ya ocurrió con los Habsburgo españoles algunos siglos antes). Por eso, en tales circunstancias, lo apropiado es calificar la mayoría de las muertes de ambas familias, incluso las muy truculentas, como naturales. Así pasó con los Átridas, y con los Claudios, y seguirá pasando siempre que haya familias que detenten el poder absoluto sobre un pueblo. Véanse como ejemplos recientes el trágico destino de la familia Pahlevi o, más desgraciado aún, el de la de Sadam Hussein.
Fíjense, por el contrario, en cómo las maldiciones no rozan a los Windsor británicos ni a los felizmente reinantes Borbones españoles. Al menos no a los legítimos ostentadores del apellido, aunque sí haya que contar alguna baja entre las plebeyas advenedizas que pretendían emparentar con tan rancios abolengos. Y es que en estos casos no hay nada como ceder el poder de decisión al pueblo, mientras se conserva la pompa y el brillo cortesano, para vivir como un rey. Literalmente.
lunes, 5 de octubre de 2009
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1 comentario:
Sí. Cualquier mal que afecte a los parias es una sordidez ocultable. El mismo mal en sangre azul, una dolencia casi de buen gusto. Como aquello de que si eres pobre y raro estás de frenopático y si eres rico y raro, lo tuyo son deliciosas excentricidades. Y mira que hemos tenido dos Repúblicas, ¿eh? Pero ni por esas...
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