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Aunque nos duela, tenemos que reconocer que los habitantes de la península hemos sido poco duchos en la invención de deidades. Si exceptuamos, claro está, los animales totémicos como el toro o el cerdo ibérico, pero esos no cuentan porque estaban aquí antes que nosotros y además los cultos respectivos no eran más que excusas para comérnoslos. Ya los primeros dioses que aparecieron por Gades, la Astarté y el Melkart nos los trajeron los fenicios, que eran un pueblo, como la mayoría de los de esa zona, con mucho arte a la hora de imaginar criaturas celestiales. Al igual que lo fueron los egipcios, los griegos, los celtas, los indios, los mayas... En nuestros días, la mayor factoría de religiones radica en los Estados Unidos, de donde han salido algunas de gran éxito como las de los mormones, los testigos de Jehová o los cienciólogos. Pero en España, salvo sectas disidentes del catolicismo ortodoxo como la del Papa Clemente, no surgen nuevos cultos. Hay, eso sí, muchos orates visionarios, pero les falta arraigo popular y número de seguidores para poder ser incluidos entre los fundadores de religiones.
De todos modos, lo que hacemos muy bien los españoles es integrar todos los cultos extranjeros y darles un empaque castizo del que carecían en origen. Fíjense si no en la que se monta en nuestros pueblos para celebrar el martirio y muerte de la citada divinidad semítica. Vayan ustedes a Palestina, o incluso a Roma, a ver si encuentran trazas de algo similar. Y qué me dicen de la juerga flamenca en la que acaba convertida la mayoría de los cultos dominicales de las iglesias evangelistas. Pues lo mismo ocurre con la fiesta de Halloween. Lo que en origen era una diversión infantil para disfrazarse y pedir caramelos por el vecindario se ha adaptado a las costumbres hispanas y ha acabado siendo algo que aquí todo el mundo puede entender: otro botellón de adolescentes.
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