Lo crean o no, las cofradías son unas de las pocas instituciones que mantienen una estructura y funcionamiento auténticamente democráticos; mucho más que cualquiera de los partidos políticos que ahora se rasgan las vestiduras. Las cofradías ejercen la libertad de expresión que reconoce la Constitución para manifestar sus respetables ideas sobre un asunto que atañe a toda la sociedad. Y no corresponde a ningún ministerio opinar sobre lo pertinente u oportuno que pueda ser. Los poderes públicos sí pueden, en el ejercicio de su función, decidir que el presupuesto del estado no debe destinarse a subvencionar cultos religiosos. Si no lo hacen será por razones electorales; o porque piensen que de ese modo pagan su silencio en asuntos incómodos, como hacen con los sindicatos y con tantas otras organizaciones paniaguadas. Criterio que, afortunadamente, la jerarquía católica no parece compartir, a la vista de su montaraz comportamiento de los últimos tiempos.
El líder mundial de los católicos desaconseja el uso de preservativi para combatir la infección por el VIH y se monta un enorme revuelo entre los bienpensantes. ¿Pero es que alguien esperaba otra cosa? Vamos a ver, es el representante de su dios en la tierra, heredero de una línea de pensamiento con varios milenios de antigüedad, y sus seguidores le consideran infalible cuando habla de temas religiosos. Eso sí, no obliga a nadie a seguir sus doctrinas. Pero resulta muy cómodo tener a alguien a quien echar la culpa de nuestra incapacidad de resolver problemas. Si la epidemia de sida está devastando a la mayoría de los países subsaharianos, la culpa no es de sus incompetentes y corruptos gobiernos, ni de sus sociedades patriarcales, ni de la codicia de los países desarrollados, ni de los laboratorios farmacéuticos. No. La culpa por lo visto la tiene un señor vestido de carnaval que va por ahí repitiendo ideas medievales sobre la transmisión de las enfermedades infecciosas. Y así nos luce el pelo.
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