(Lo siento: este post no será conciso en extensión, que sí por contenido)Si hoy en día resulta una extravagancia suma, habría que verlo en su tiempo. A mediados del siglo XIX, cuando toda Irlanda estaba sumida en la crisis de la patata que diezmó la población y alimentó el cuerpo de Policía de Nueva York, al tercer duque de Rosse, William Parsons, se le ocurrió montar el mayor telescopio nunca visto hasta entonces. Y lo consiguió. La desmesura –que aún puede ser contemplada hoy en día- fue conocida como el Leviatán de Parsonstown. Era tan descomunal que apenas tenía capacidad de giro, pues había de ser sostenido por dos muros de granito que castraban movimientos muy ambiciosos.
Aunque en principio se agradece que el duque decidiera no gastarse el patrimonio en los lupanares de Dublín, apenas se dan a conocer datos de sus posibles ayudas a la hambruna que asolaba el país mientras él acometía aquella bizarra gesta. Sí se sabe, por ejemplo, de los esfuerzos de su esposa, una inglesa –Mary Rosse, Field de soltera-, que dio trabajo a quinientos hombres durante el mal de la patata con la excusa de dar forma a los jardines del castillo. Allí, perdida en el centro mismo de la nada, hizo amistad con una prima de su marido, Mary Ward, y las dos mujeres se dedicaron a ayudarse en tareas nada propias de su sexo: la investigación científica.
Ambas participaron en la creación del Leviatián –por el que, por supuesto, el tercer duque se llevó toda la gloria-: Mary Rosse supervisando los trabajos de metalurgia y haciendo fotos del proceso y Mary Ward compartiendo sus conocimientos como astrónoma. De alguna manera, además, los trabajos que el duque desarrolló en el enorme telescopio vinieron a ayudar, tangencialmente, el desempeño de ambas mujeres.
Mary Rosse comenzó a interesarse por la fotografía a partir de un experimento fallido de su esposo, que intentó infructuosamente fotografiar la luna. Una tarea que comenzó a realizarse a partir de daguerrotipos, en 1842 –de hecho, William Parsons y Fox Talbot mantuvieron correspondencia, y éste escogió algunas de las fotografías realizadas por su esposa para la primera exhibición de la Sociedad Fotográfica en Londres, donde la obra de Mary se hizo con la medalla de plata-. La habitación oscura que la duquesa utilizaba para revelar su trabajo se mantiene hoy día tal como estaba desde mitad del siglo XIX –constituyendo una especie de cápsula del tiempo de la fotografía-.
El mundo de las lentes parecía tener consistencia de fiebre en el castillo de Birr. La obsesión más desmadrada, por supuesto, era la del duque con su gigantesco telescopio. Pero tampoco se quedaba atrás la afición de su esposa por pasarse los días respirando nitrato de plata. O la de su prima, que firmó uno de los primeros best-seller sobre entomología.
Como tantas mujeres de la época, Mary Ward había sido educada en casa, junto a sus hermanas. Pero las materias que se le impartieron fueron, sin embargo, tangencialmente diferentes a las que se enseñaban a otras chicas de su edad. Ward procedía de una reputada familia de científicos y, desde edad muy temprana, la niña manifestó un enorme interés por la naturaleza. Fue el astrónomo James South el que, viendo cómo dibujaba insectos –tarea para la que empleaba una lente de aumento- convenció a su padre para que le comprara un microscopio. A partir de ahí, la chica comenzó a leer todo lo que caía en sus manos acerca de ese nuevo método de estudio, y de esta manera autodidacta consiguió saber más que la mayoría de los expertos de su época.
Mary elaboraba, además, sus propias placas de especimenes con hojas de marfil, ya que el cristal era difícil de manejar –ejemplos de esta delicada labor pueden verse aún en el castillo-. Ni las universidades ni las sociedades científicas admitían a mujeres, pero Mary se las arreglaba para conseguir información de la manera en que podía. Escribía con frecuencia a científicos y estudiosos, preguntándoles sobre sus últimas publicaciones. En 1848, su primo William se convirtió en miembro de la Royal Society, y Mary aprovechaba sus visitas a Londres para rodearse de científicos.
Ward tuvo el honor de ser una de las tres mujeres miembros de la Royal Astronomical Society –de las otras dos, una era la Reina Victoria y la otra, Mary Somerville-. La presencia de nombres femeninos en las listas científicas era tan extraña que cuando escribió su primer libro, ‘Apuntes al microscopio’, estaba segura de que nadie lo editaría porque era mujer. Bajo esta premisa, Mary se decidió a publicar 250 copias del mismo de manera privada y mandó imprimir, además, varios cientos de panfletos anunciado su publicación. El libro se agotó en semanas, lo que fue suficiente para que un editor londinense se interesara por él. Tuvo ocho ediciones y se convirtió en un best-seller.
Mary escribiría otros dos títulos –uno de ellos, una guía a la astronomía para principiantes- y numerosos artículos. Ilustró, además, todo su trabajo y muchos libros y estudios para otros científicos.
En semejante ambiente, era normal que los niños del castillo de Birr crecieran, no sabemos si en gracia, pero sí en sabiduría –al menos, los cuatro que sobrevivieron de los once partos de Mary Rosse-. El último de ellos, Charles Parsons, llegó a inventar la turbina de vapor. Parece haber sido un tipo curioso: conquistó a su mujer demostrándole sus habilidades con la costura y a sus hijos les fabricaba juguetes increíbles. Entre sus intentos, se encuentran engendros realmente demenciales –como uno que multiplicaba el sonido- y se sabe que trabajó, sin resultado, tratando de fabricar diamantes artificiales.
William, el hombre del telescopio, llegó a utilizar la técnica de la turbina de vapor para fabricar un automóvil. En la segunda mitad del siglo XIX, se creía que el transporte a vapor lo iba a mover todo, incluidos los coches. Pero, en la práctica, se resolvió como algo inviable. Sin embargo, algunos entusiastas del sistema continuaron conduciendo automóviles así alimentados, muchos de fabricación casera, como el del propio Parsons. Sin embargo, el cacharro provocó uno de los accidentes más desgraciados de la familia –digno de la excepcionalidad de la que sus miembros habían hecho gala-. Mary Ward y su esposo viajaban en él cuando el coche tropezó con un bache y arrojó a Mary del vehículo. La mujer se rompió el cuello y murió instantáneamente. Dado que esto ocurrió en 1869, el hecho convirtió a la científica, además, en la primera víctima de un accidente de tráfico.