Como ya sabrán ustedes, esta semana de pasión que acaba hoy fue la elegida por Arthur C. Clarke para dejarnos. Aclaro que no voy a hacer una glosa de su figura, que luego el ciudadano Mentor se queja de que este blog es una necrológica continua. Tampoco soy un experto medianamente cualificado para hablar del escritor, más allá de la feliz conjunción que le llevó a los brazos de Stanley Kubrick. He leído muy poco de él, aunque me dejó siempre un gran sabor de boca. Pero ante su nonagenaria muerte me acordé de un cuento que leí años ha. No recuerdo el título y no poseo el libro, pues era prestado y fue devuelto a su legítimo dueño. Pero no resisto la tentación de resumirles la trama a guisa de homenaje.
La cosa empieza con un astrónomo que además es jesuita (o un jesuita que además es astrónomo, que nunca se sabe con esta gente si primero va el oficio o la devoción) narrando una historia en primera persona. Sus líneas iniciales nos muestran a un hombre muy conmocionado. Su fe ha sufrido una dura prueba e impreca a Dios. El caso es que ha formado parte de una expedición interestelar que ha llegado a un planeta en los confines del universo. En él descubren los restos de una civilización extinguida. El astrónomo-jesuita (o viceversa) gasta varias páginas en describirnos el grado de sofisticación que alcanzó el desaparecido pueblo que se puede ver en sus ruinas. Lo que acabó con ellos fue que la estrella de su sistema solar estalló pasando a fase supernova, arramblando con sus reforzados rayos con toda vida en el planeta.
El problema es el siguiente: el jesuita-astrónomo (o viceversa) hace su cálculos y llega a una terrible conclusión para su fe. El estallido tuvo que verse en la Tierra. Y en la misma época en que vino al mundo Jesús de Nazaret. Con lo que es muy plausible que esta supernova fuese la estrella que guió a los magos en su viaje al Portal de Belén. Ahora comprendemos el dilema del pobre narrador ante el brutal choque entre su fe y su razón científica. Para que se cumplieran las escrituras, Dios tuvo que arrasar una magnífica civilización en la otra punta del universo. Este escritor de ciencia ficción recién desaparecido era un pillín después de todo.
La cosa empieza con un astrónomo que además es jesuita (o un jesuita que además es astrónomo, que nunca se sabe con esta gente si primero va el oficio o la devoción) narrando una historia en primera persona. Sus líneas iniciales nos muestran a un hombre muy conmocionado. Su fe ha sufrido una dura prueba e impreca a Dios. El caso es que ha formado parte de una expedición interestelar que ha llegado a un planeta en los confines del universo. En él descubren los restos de una civilización extinguida. El astrónomo-jesuita (o viceversa) gasta varias páginas en describirnos el grado de sofisticación que alcanzó el desaparecido pueblo que se puede ver en sus ruinas. Lo que acabó con ellos fue que la estrella de su sistema solar estalló pasando a fase supernova, arramblando con sus reforzados rayos con toda vida en el planeta.
El problema es el siguiente: el jesuita-astrónomo (o viceversa) hace su cálculos y llega a una terrible conclusión para su fe. El estallido tuvo que verse en la Tierra. Y en la misma época en que vino al mundo Jesús de Nazaret. Con lo que es muy plausible que esta supernova fuese la estrella que guió a los magos en su viaje al Portal de Belén. Ahora comprendemos el dilema del pobre narrador ante el brutal choque entre su fe y su razón científica. Para que se cumplieran las escrituras, Dios tuvo que arrasar una magnífica civilización en la otra punta del universo. Este escritor de ciencia ficción recién desaparecido era un pillín después de todo.
1 comentario:
Era un genio. Cómo me hicieron vibrar 2001 y Cita con Rama.
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