miércoles, 28 de octubre de 2009

Halloween

Como si no hubiera pocos motivos de queja en este país, la Conferencia Episcopal acaba de manifestar su malestar porque este fin de semana se celebre la fiesta de Halloween, en lugar de la tradicional conmemoración católica del día de los difuntos. Los reverendos prelados consideran, y no les falta razón, que se trata de una costumbre importada, y llevan fatal que se festeje incluso en los colegios, con los niños disfrazados de vampiros o brujas. Sin embargo saltan airados y llaman laicista radical a cualquiera que critique que en esos mismos colegios se obligue a los niños ir a disfrazados de pastores zamoranos para conmemorar el nacimiento de cierta divinidad semítica muy de su agrado. Porque la navidad, como la fiesta de difuntos o el propio cristianismo no son originarios de la península ibérica y fueron también costumbres importadas y sin ninguna solera entre el pueblo celtíbero. Que vaya usted a saber de dónde era originario, dicho sea de paso.

Aunque nos duela, tenemos que reconocer que los habitantes de la península hemos sido poco duchos en la invención de deidades. Si exceptuamos, claro está, los animales totémicos como el toro o el cerdo ibérico, pero esos no cuentan porque estaban aquí antes que nosotros y además los cultos respectivos no eran más que excusas para comérnoslos. Ya los primeros dioses que aparecieron por Gades, la Astarté y el Melkart nos los trajeron los fenicios, que eran un pueblo, como la mayoría de los de esa zona, con mucho arte a la hora de imaginar criaturas celestiales. Al igual que lo fueron los egipcios, los griegos, los celtas, los indios, los mayas... En nuestros días, la mayor factoría de religiones radica en los Estados Unidos, de donde han salido algunas de gran éxito como las de los mormones, los testigos de Jehová o los cienciólogos. Pero en España, salvo sectas disidentes del catolicismo ortodoxo como la del Papa Clemente, no surgen nuevos cultos. Hay, eso sí, muchos orates visionarios, pero les falta arraigo popular y número de seguidores para poder ser incluidos entre los fundadores de religiones.

De todos modos, lo que hacemos muy bien los españoles es integrar todos los cultos extranjeros y darles un empaque castizo del que carecían en origen. Fíjense si no en la que se monta en nuestros pueblos para celebrar el martirio y muerte de la citada divinidad semítica. Vayan ustedes a Palestina, o incluso a Roma, a ver si encuentran trazas de algo similar. Y qué me dicen de la juerga flamenca en la que acaba convertida la mayoría de los cultos dominicales de las iglesias evangelistas. Pues lo mismo ocurre con la fiesta de Halloween. Lo que en origen era una diversión infantil para disfrazarse y pedir caramelos por el vecindario se ha adaptado a las costumbres hispanas y ha acabado siendo algo que aquí todo el mundo puede entender: otro botellón de adolescentes.

viernes, 9 de octubre de 2009

Foxá y la censura

Comentaba hace poco un blog amigo la noticia de la prohibición de celebrar un acto para conmemorar el medio siglo de la muerte del escritor Agustín de Foxá en un centro cívico sevillano y, obviamente, lo relacionaba con el sectarismo y la ignorancia de los responsables municipales, en esta ocasión pertenecientes al grupo de Izquierda Unida. Interpretación que, conociendo el modo habitual de pensar y actuar de estos representantes de la soberanía popular, parecía la más ajustada a los hechos. Luego, ahondando en la noticia, nos enteramos de que el acto público no lo organizaba ninguna tertulia literaria ni grupo de lectura, sino la Asociación Cultural Fernando III, nombre bajo el que se esconde un grupo de extrema derecha de la capital andaluza. Lo cual, desde mi punto de vista al menos, cambia bastante la perspectiva y dificulta la posibilidad de unirse sin reparos al coro de los que denuncian un aparente acto de censura. Y como la cuestión es compleja me voy a entretener en deshuesarla.

- Aun siendo la libertad de expresión un valor absoluto, en todos los países democráticos existen leyes que la limitan. En general, la apología del racismo o del terrorismo suelen están penadas en la mayoría de los códigos. En países concretos hay prohibiciones específicas relacionadas con su historia, como la de la negación del holocausto o la de exhibir símbolos nazis. No creo que hablar bien de un escritor, aunque fuera fascista, entre dentro de ninguna de dichas categorías.

- Que el sentido de las palabras no es unívoco es algo que se sabe desde antiguo. Sobre todo con términos abstractos, el sentido de una palabra cambia en función de quien la emite. Volviendo a la libertad de expresión, no significa lo mismo el término utilizado en un documento de Amnistía Internacional que en un editorial de El Mundo. Aunque el lema pueda ser el mismo, un acto "en favor del pueblo cubano" puede tener intereses opuestos si quienes lo organizan son las Juventudes Comunistas o las Nuevas Generaciones del Partido Popular. El sentido de un homenaje a Agustín de Foxá puede ser muy distinto si lo organiza la tertulia poética Gallo de Vidrio o si lo organiza la Asociación Cultural Fernando III.

- La ideología de un artista no tiene por qué afectar a la valoración que se haga de su obra. Sin embargo, a veces es voluntad del artista impregnar su obra de ideología y, en tal caso, resulta imposible hacer de la misma un análisis aséptico basado sólo en criterios técnicos. Agustín de Foxá era un fascista y era un buen escritor. Como tantos otros, dicho sea de paso. Hace muchos años leí en la biblioteca paterna la que es considerada su obra maestra, "Madrid de corte a checa", y me pareció que era una exaltación del fascismo. Muy bien escrita, probablemente, pero como carezco de la capacidad de separar el mensaje de la forma de la que gozan los críticos actuales, mi opinión sobre ella es bastante negativa y no la recomendaría a quienes se inician en la lectura. No obstante, pienso que Foxá tiene un lugar innegable en la literatura española del siglo XX y nunca apoyaría que se prohibieran los homenajes públicos a su figura y su obra.

- En nuestro país actúan numerosos grupos extremistas, de derecha y de izquierda, que al menos de forma abierta no propugnan la violencia. Mi opinión es que todos esos grupos tienen su lugar y su derecho a expresar sus ideas, por aberrantes que nos parezcan. Lo que no creo es que el lugar para hacerlo sean los medios y espacios de titularidad pública. José Antonio Primo de Rivera no pidió un centro cívico para el acto fundacional de Falange Española sino que alquiló un teatro. Nos hemos acostumbrado como lo más natural del mundo a que los grupos antisistema exijan subvenciones y ayudas de las mismas instituciones a las que pretenden derribar. A mí, como soy chapado a la antigua, eso no me parece nada bien.

- Los centros cívicos deben cumplir la función social de promoción de la cultura (en su sentido más amplio) en aquellos barrios que carecen de equipamientos más apropiados para ello. Lo que falta es una ordenanza precisa sobre lo que es pertinente que tenga lugar en sus instalaciones y lo que no. Un curso de informática o uno de inglés pueden ser adecuados. Uno de astrología o de terapia holística no. Aunque haya un público que los demande, una institución pública no debe avalarlos ni siquiera dándoles cobijo. ¿Debería cederse un centro cívico a la Iglesia de la Cienciología o a Nueva Acrópolis para sus conferencias? Mi opinión es que no, y de hecho estos grupos lo asumen y tienen sus propios centros donde imparten su doctrina. Un acto de homenaje a un escritor no parece que suponga grandes peligros ideológicos pero, véase más arriba, todo depende del emisor del mensaje. Un curso sobre cómo combatir las adicciones o una conferencia sobre la cultura maya podrían ser también adecuadas para un centro civico, pero si los organizadores son, respectivamente, la Iglesia de la Cienciología o Nueva Acrópolis la cuestión cambia.

En resumen, es imprescindible una normativa precisa que regule el uso de los centros cívicos y demás espacios de titularidad pública. Mientras tanto, y en el caso que nos ocupa, aunque las formas no fueran las más correctas, y reconociendo que los responsables municipales pudieron obrar llevados de su sectarismo y su ignorancia, la prohibición del acto no la considero totalmente inapropiada. Pero ya he dicho al principio que la cuestión es compleja y puede que yo esté equivocado.

lunes, 5 de octubre de 2009

Maldiciones

Recordaban el otro día en la radio el trágico suceso de Mayerling, en el que fallecieron, suicidados o más probablemente asesinados, el archiduque Rodolfo, heredero del Imperio Austrohúngaro, y su amante, allá por los finales del siglo XIX. Y aprovechaban, como suele ser costumbre en tales casos, para hablar de la misteriosa maldición de los Habsburgo, muchos de cuyos miembros murieron en trágicas circunstancias en los dos últimos siglos. Y, como no podía ser de otro modo, relacionaban esta maldición con la de otra familia imperial, los Romanov, también marcada por la enfermedad y las muertes violentas.

Enfermedad y violencia, las dos causas de muerte más populares en los dos últimos siglos, y no sólo entre las familias imperiales; también entre los plebeyos, quienes con tal de imitar a sus señores adoptaban hasta sus causas de fallecimiento. Pero eso no quita para que se siga hablando de la maldición de las casas de Habsburgo y Romanov, aunque seguro que para los supervivientes la principal maldición sea la pérdida de sus respectivos imperios. Porque al evocar maldiciones no se suele recordar que estas familias eran dueñas de más de media Europa y gran parte de Asia, y mantenían esclavizados a pueblos enteros bajo su cetro. Y que los habitantes de sus respectivos imperios no gozaban de ninguna de las libertades que ahora nos parecen imprescindibles. Y que después de tantas generaciones de matrimonios cosanguíneos lo normal es que las enfermedades hereditarias acaben debilitando la estirpe (ya ocurrió con los Habsburgo españoles algunos siglos antes). Por eso, en tales circunstancias, lo apropiado es calificar la mayoría de las muertes de ambas familias, incluso las muy truculentas, como naturales. Así pasó con los Átridas, y con los Claudios, y seguirá pasando siempre que haya familias que detenten el poder absoluto sobre un pueblo. Véanse como ejemplos recientes el trágico destino de la familia Pahlevi o, más desgraciado aún, el de la de Sadam Hussein.

Fíjense, por el contrario, en cómo las maldiciones no rozan a los Windsor británicos ni a los felizmente reinantes Borbones españoles. Al menos no a los legítimos ostentadores del apellido, aunque sí haya que contar alguna baja entre las plebeyas advenedizas que pretendían emparentar con tan rancios abolengos. Y es que en estos casos no hay nada como ceder el poder de decisión al pueblo, mientras se conserva la pompa y el brillo cortesano, para vivir como un rey. Literalmente.